En Mabel hay dos bambinas. Una se siente fuerte mientras la otra vacila. Es como si le hubiesen soplado un viento malo y nada la pudiera enderezar. Tiene falsos recuerdos, a semejanza de los que acometen a los amputados del miembro que perdieron. La otra, en cambio, ha consolidado su estructura y sus pies son aplomados al caminar. De modo que a medida que las sombras que cada una proyecta se alargan, se observa por un lado el fluir de la certeza y por el otro, el penar de la duda. La que se arrastra por el sendero repite una misma letanía: sin lugar, sin señas, nació en suelo extraño.
Pasean las dos Mabel una tarde de verano a la hora en que la luz acentúa el relieve de los cerros y las olas se hacen más pesadas para reventar sobre las rocas con su rugido negro. En sentido contrario y atravesada sobre la línea del horizonte se hace cada vez más nítida una silueta. Es un hombre. La de los ágiles pies lo toma y juntos atienden a la música vespertina de los pájaros. Como estaba anunciado, fatigado de ilustrar una misma historia, decide pulsar la cuerda del drama. La que nunca había conocido la derrota supo entonces del abandono y la que jamás tuvo otra compañía que la de su tristeza se transformó, por un momento, en la que lo tiene todo.